martes, 23 de diciembre de 2008

Ayudame a no pedir ayuda: las formas de la sublimación en Emilia Guitierrez




“Nada importante hay en mi vida, en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre”, dijo Emilia Gutiérrez a propósito de su primera exposición individual a los 37 años de edad en 1965. Quizás esta frase deba ser entendida como una petitio principi de la artista que intentaba correr el foco de interés de su vida, tal como lo estila el arte de Occidente, a su obra, porque si a los hechos nos remitimos, la realidad es que la existencia de esta hoy cuasi ignota artista plástica dista mucho de ser corriente y anodina. Al nacer en 1928, su madre sufrió una depresión postparto que desató una psicosis precoz, tal como fue diagnosticada, y pasó el resto de su vida entrando y saliendo de la internación. Emilia –Porota, como le llamaban en casa-, fue criada entonces, junto a sus dos hermanas Hilda y Lidia, por su abuela cuyo nombre era, justamente, Esperanza. A pesar de que Hilda la recuerda como una chica retraída y osca“ que no era accesible ni se brindaba”, a los 35 años, tras separarse de su único marido, Oscar Díaz, debido un romance que tuvo con una amiga y colega de ambos, su situación psíquica de incomunicación empeora y comienza un tratamiento psiquiátrico con medicación por depresión. A partir de entonces y hasta su muerte en 2003, se entrega exclusivamente a sus afectos más cercanos y su arte que alternan dibujo y pintura; ésta última cede terreno a la primera a partir del año 80, por prescripción psiquiátrica (Emilia sufría alucinaciones relacionadas con los colores). Pero, el inquietante rechazo a ver su vida como excepcional no es ni una mentira ni una falsa humildad, sino una invitación a apreciar la obra de “una de las grandes y ocultas cifras sensibles del arte argentino de la segunda parte del siglo XX”, tal como dijera el crítico de arte Raúl Santana. Emilia, que estuvo tanto al margen de las tendencias experimentales de su época como del tono político o social en medio de las altas tensiones de los años 70, exploró su mundo personal de una vida signada por el “contagio” de una enfermedad de otra época, la melancolía, trasmitida de madre a hija, “disparadores” mutuamente de la enfermedad de la otra.

Entre 1475 y 1480, el pintor holandés El Bosco realiza el cuadro “Extracción de la Piedra de la Locura”, incluido entre los grabados satíricos y burlescos de los Países Bajos. Sus compañeros del taller de su único maestro, Demetrio Urruchúa (aunque Emilia también había estudiado 6 años en la escuela Fernando Fader) la apodaron la Flamenca, en honor a ésta, su obra favorita. En ese cuadro, van juntas la locura y la credulidad: representa una suerte de operación quirúrgica que se realizaba en el Medioevo que consistía en la extirpación de una piedra que causaba la necedad, supuestamente los locos tenían esa piedra en la cabeza. Los elementos de la obra son un falso doctor con un embudo en la cabeza que extrae la piedra que en realidad es un tulipán. Su bolsa de dinero es atravesada por un puñal, pues se trata de una estafa. Un fraile y una monja están presentes también: la religiosa con un libro cerrado en la cabeza, alegoría de la superstición y la ignorancia del clero, el fraile tiene un cántaro de vino, claramente se trata de un borracho. El formato del cuadro es circular, remite a un espejo en el cual todos nos miramos, y proyecta la imagen de nuestra propia estupidez o credulidad al mundo. Escrito aparece la leyenda Meester snyt die Keye ras, myne name is lubbert das, “Maestro, extráigame la piedra, mi nombre es Lubber Das”, personaje satírico de la literatura holandesa que representaba la estupidez, es decir «mi nombre es tonto». El Bosco, influido por las corrientes religiosas pre-reformistas en Flandes de la devotio moderna, defendía la comunión directa con Dios sin la intervención de la Iglesia oficial, a la vista del mal ejemplo de los eclesiásticos. La afinidad con esta obra no es ociosa en relación a tema, alusión y estilo. Las figuras de la pintura de Emilia, cargadas de atroz melancolía, remiten inmediatamente al grotesco del pintor flamenco: adultos hipertróficos y oligofrénicos, deformes y humillantes. Personajes, silenciosos como su autora y siniestros como lo que la atormentaba, sea lo que haya sido, como fotos de Dianne Arbus, por ejemplo en Sobremesa (1966) cuyos elementos, simples y mundanos, no dejan de ser sobrecogedores en el conjunto: un cuchillo Tramontina ahí entre las frutas del postre, caras cadavéricas, vestidos de presidiarios. El foco en los detalles en Serenidad del bordado sobre los pechos de la mujer que como un grabado de Durero tiene la mirada perdida. No son estos los únicos datos inquietantes en su relación con la locura y la pintura. Los ojos siempre circulados por ojeras en un arte sin placidez de lucido desasosiego que interpela al admirarlo. En la pintura de Emilia, el tiempo se detiene. No hay dramatismo, ni tragedia, ni resolución. Solo caras ocres de sombras como en La Costurera, o en Después del juego donde las cruces y las tumbas de la muerta aguardan tras la empalizada donde juega a la pelota un niño (niños que son siempre similares a viejos). Esa capacidad de dominar lo extraño a partir de lo simple, de mostrar la tristeza inenarrable llega incluso a las escenas de supuesta felicidad como La playa que en realidad revela lo que tras la superficie se esconde: desde la playa se vería la mano extendida de la mujer que se ahoga en el mar que es lo que se ve en el cuadro. Emilia Gutierrez revela el intimismo, lo inusitado de lo familiar, el extrañamiento, con su fuerte impronta expresionista en el sentido de denuncia del malestar de nuestra cultura que dejar ver la verdad “debajo del disfraz de las apariencias”, como dijera Schoo del Grupo del Plata del cual Emilia formaba parte y junto a quienes expuso en conjunto de 1959 a 1963 (su amigo Carlos Gorriarena, Hugo Monzón, Rubén Molteni, Oscar Andón, Antonio Abreu Bastos, Roberto Brullón y Silvia Vera Ocampo). Asimismo, su hermana Hilda recuerda el gusto de Emilia por la poesía argentina contemporánea. Una de sus poetas preferidas fue Alejandra Pizarnik que en 1968 dedica a su madre la publicación de Extracción de la Piedra de la Locura. Uno de los poemas del volumen, Figuras y silencios, dice “Manos crispadas me confinan al exilio./Ayúdame a no pedir ayuda./Me quieren anochecer, me van a morir./Ayúdame a no pedir ayuda”.

Raúl Santana dijo a propósito de esta artista parafraseando a Adorno en el libro Habitantes de la Luz y de la Sombra, publicado para la muestra retrospectiva homenaje un año después de su muerte: “el tejido psíquico de algunas personas está lleno de cicatrices que fueron heridas, y esas cicatrices marcan las estaciones donde se detuvo la esperanza”. El color fue una de esas paradas con el nombre de su abuela, puesto que un psiquiatra, cuyo nombre fue olvidado por la familia, pero al cual ella misteriosamente obedeció, le prohibió seguir pintando porque al pintar Emilia escuchaba voces y no le convenía para su tratamiento. Por 20 años hasta el día de su muerte Emilia pintó pero sin color, es decir se dedicó febrilmente a las visiones demenciales en dibujos repletos de imágenes que la rondaban, obras en si mismas, no bocetos hacia otra cosa, sino búsquedas recurrentes sobre problemas, donde de tanto en tanto aparece, como una provocación al control psiquiátrico y su prohibición, algún color. El trabajo geométrico con los blancos de página, o las caras espectrales de “Sus rostros” o “Extraña Imagen”. Cantidad de dibujos llenos de puntales y marcos a los cuales la figura central se aferra como en “Cristina”, rastros quizás del eterno mecenazgo y contención de su querida Hilda, y de su cuñado, León Berlín, que la sostuvieron, y sostiene contra el indiferencia, creyendo en ella incluso cuando ella dejaba de creer en si misma. Siempre la infancia sentada junto a la ausencia como en “Tiempo de leer” donde la niña sonámbula de la poética de Pizarnik se ha quedado finalmente dormida en brazos de un sillón del cual pende un libro, literalmente, pero sin cabeza humana. La catedrática y especialista en pintura argentina de mujeres, Diana Wescheler, apunta en Emilia Gutiérrez, libro sobre sus dibujos recientemente publicado con motivo de una muestra que se prepara en el museo Sivory antes de fin de 2008: “Su capacidad para trasladar a través de líneas, tramas y texturas sobre el plano aspectos de una interioridad que no se expresa de otro modo. Luego emergen las palabras”.

¿Qué dirían las voces? ¿Cuáles son esas palabras? Nadie lo sabe y está de más tratar de conjeturar hoy qué agobiaba a Emilia, lo que es lícito es saber qué dice ella aun hoy a través de su arte: cuando nos quedamos a oscuras, las pinturas y dibujos de Emilia Gutiérrez nos recuerdan sin reposo los terrores nocturnos que ella convirtió en creación artística, la sobrecogedora experiencia interior del trauma contemporáneo del ensimismamiento. Al decir de Máximo Simpson “Emilia demostró que tenía mucho que decir y las dijo con enorme intensidad y dramatismo…”. Un arte demoledor, de una artista que no obtuvo ni en vida ni post mortem el reconocimiento merecido al gesto de expresar con las vísceras el malestar individual y cotidiano en cada cuadro.

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